Sentir hambre y, al mismo tiempo, estar irritable o enojado es un fenómeno que muchos han experimentado, conocido popularmente como “hangry”, una combinación de las palabras “hungry” (hambriento) y “angry” (enojado). Este estado de mal humor relacionado con el hambre tiene una explicación científica, que involucra complejas reacciones bioquímicas en el cuerpo.
El cerebro, que depende casi exclusivamente de la glucosa como fuente de energía, es especialmente sensible a las fluctuaciones en los niveles de azúcar en la sangre. Cuando estos niveles bajan, el cuerpo no solo experimenta sensaciones físicas como debilidad o mareos, sino que también se desencadena una serie de reacciones hormonales que afectan el estado de ánimo. Una de las hormonas clave en este proceso es el cortisol, conocido como la hormona del estrés.
La grelina, producida en el estómago, es otra hormona crucial que estimula el apetito y, al mismo tiempo, promueve la liberación de cortisol. Este cortisol, en respuesta al hambre, activa un proceso llamado gluconeogénesis, que convierte los ácidos grasos y las proteínas almacenadas en el hígado en glucosa, proporcionando energía rápidamente al cuerpo. Sin embargo, este aumento en los niveles de cortisol también puede alterar neurotransmisores como la dopamina y la serotonina, lo que contribuye a la irritabilidad y el mal humor.
Investigaciones recientes, como las realizadas por el profesor Viren Swami en la Universidad Anglia Ruskin, han confirmado que el hambre está estrechamente relacionada con la ira, la irritabilidad y una disminución en los niveles de placer. Este comportamiento no es exclusivo de los humanos; estudios en peces cebra también han demostrado que estos animales se vuelven agresivos cuando tienen hambre, lo que sugiere que este es un comportamiento moldeado por la evolución para aumentar las probabilidades de supervivencia.
En resumen, el “hangry” no es solo una cuestión de percepción, sino un fenómeno biológico fundamentado. Conocer estas reacciones puede ayudarnos a entender mejor nuestro cuerpo y a manejar nuestras emociones en situaciones de hambre. Curiosamente, esta respuesta agresiva ante la falta de comida puede haber sido, en algún momento de la historia humana, una ventaja evolutiva.