Todos los diciembres repetimos casi el mismo libreto, como si se tratara de una obra que ya conocemos de memoria: llegó fin de año, llegan las fiestas, los regalos, los balances, el año pasó volando pero a la vez no se termina más, no doy más. Ese tiempo que parece escaparse y, al mismo tiempo, volverse interminable, irrita, molesta y al cansancio se le suma, cada vez con más fuerza, el enojo.
El agotamiento se volvió un estado generalizado. A la sensación de no tener más energía se agregan emociones negativas como la ira, la intolerancia y la irritabilidad. Todos conocemos el cansancio, pero hoy aparece instalado de manera social, intensa y persistente. En este contexto, una palabra se repite cada vez más: burnout. Traducido como “síndrome de la cabeza quemada”, la expresión no deja dudas: no solo el cuerpo no da más, la mente tampoco.
El concepto nació ligado al ámbito laboral, pero hoy se expandió. Ya no se trata únicamente de estrés por exceso de trabajo, sino de un estado emocional más amplio, atravesado por el trauma, la frustración y una sensación constante de amenaza. Tal vez la etiqueta de burnout esté tapando algo más profundo: no solo estamos cansados de trabajar, sino cansados de vivir bajo determinadas condiciones.
Un informe reciente señala que Argentina encabeza por cuarto año consecutivo el ranking regional de burnout, y que más del 90% de los trabajadores perciben desgaste laboral. Otros estudios muestran que una gran parte de la población siente que su vida gira exclusivamente en torno al trabajo, con altos niveles de agotamiento emocional y baja satisfacción vital.
Diciembre suele funcionar como una autoexcusa explicativa: más gastos, más reuniones, más tránsito, menos tiempo. A eso se le suman los balances personales: qué logré, qué no, qué quedó pendiente, a quién decepcioné, a quién envidio. Pero lo nuevo no es diciembre. Lo nuevo es el tono emocional con el que llegamos. No es solo el cierre del año: es un cansancio acumulado durante meses que en diciembre desborda.
En redes sociales y en consultas cotidianas se repite la misma frase con distintos matices: “estoy cansado de estar cansado”, “estoy enojado todo el tiempo”, “no aguanto más nada”. No se trata solo de falta de energía. Es un cansancio que convive con un estado de alerta permanente, como si todo fuera una amenaza. En ese escenario, los mecanismos de autocontrol se debilitan y las reacciones impulsivas toman el mando.
El burnout clásico describía síntomas como fatiga, despersonalización, falta de motivación, alteraciones del sueño e irritabilidad, siempre vinculados al trabajo. Hoy ese cuadro se volvió difuso: la frustración es generalizada y atraviesa todas las áreas de la vida. Incluso cuando hay descanso, licencias o vacaciones, la ira no desaparece. Basta observar los accidentes viales o los estallidos de violencia cotidiana para entenderlo.
El filósofo Byung-Chul Han habla de la “sociedad del cansancio”: una sociedad de personas autoexigidas, siempre conectadas, que ya no necesitan un jefe que las controle porque se controlan solas. El mandato es producir, rendir, adaptarse, reinventarse y sonreír, sin pausa. El smartphone se convierte en un amplificador permanente del estrés, donde cada notificación funciona como un micro-shock.
Las redes sociales, además, premian la exageración y la indignación. El algoritmo no mide verdad ni cuidado, solo reacción. Y nada genera más reacción que la ira. Así, las exigencias no provienen solo del trabajo, sino del conjunto de la existencia.
A este escenario global, en Argentina se suma la frustración crónica: promesas incumplidas, crisis recurrentes, proyectos que se desarman, reglas que cambian sobre la marcha. La inseguridad refuerza la sensación de riesgo permanente y la percepción de inutilidad del esfuerzo. El resultado es un sistema nervioso en estado de activación constante, cercano al trauma crónico.
Cuando el cansancio se mezcla con frustración aparece algo distinto: el cansancio rabioso. No es el agotamiento silencioso que se apaga con descanso, sino una noxa permanente. Poco descanso, incertidumbre y sensación de injusticia reducen la paciencia y aumentan los estallidos emocionales. El cerebro cansado reacciona más rápido y piensa más lento: lo primero que se pierde no es la razón, sino el freno inhibitorio.
En ese clima, la línea entre cansancio y violencia se vuelve delgada. Se ve en el tránsito, en las escuelas, en las redes sociales, donde una mínima chispa basta para encender la furia. La sociedad cansada corre el riesgo de transformarse en una sociedad resentida, y el resentimiento no busca reparar, sino castigar.
Las emociones negativas cumplen una función: el miedo protege, la ira señala un límite, la tristeza permite elaborar pérdidas. El problema no es sentirlas, sino quedar atrapados en ellas cuando el agotamiento impide procesarlas. El cansancio actúa como fertilizante de la furia.
No alcanza con recetas individuales como dormir mejor, hacer ejercicio o meditar, aunque sean valiosas. También hay una dimensión vincular y social. Menos exposición constante a la indignación, más espacios de lentitud y conversación sin pantallas. Comunicar el cansancio antes del conflicto. Postergar discusiones no es debilidad, es prevención de daño.
Tal vez el cansancio y la ira de diciembre estén señalando algo más profundo: no solo estamos cansados, sino cansados de vivir así. Cambiar el libreto de “no doy más” por “estoy cansado y estoy cansado de estar así” puede ser un primer gesto para salir del loop automático.
Si seguimos explicándolo todo con el cliché del fin de año y la palabra burnout, corremos el riesgo de normalizarlo. Y una sociedad que naturaliza ese estado deja de ser solo cansada para volverse, tarde o temprano, impredeciblemente destructiva.
