Todos tenemos algo —o alguien— a lo que nunca le dijimos adiós.
Un mensaje no enviado. Un “mejor dejarlo así”. Una conversación que quedó en suspenso… y se pudrió en silencio.
El duelo sin cierre
Vivimos rodeados de finales abiertos. Y no hablamos de series. Hablamos de vínculos, decisiones, etapas vitales.
Según un estudio de la Universidad de California, el 58% de las personas ha experimentado una ruptura emocional sin explicación clara.

No hubo pelea. No hubo escena. Solo ausencia sostenida en el tiempo.
Y eso —paradójicamente— duele más que un portazo.
¿Por qué dejamos todo en puntos suspensivos?
- Porque cerrar implica mirar lo que duele.
- Porque es más fácil escapar que confrontar.
- Porque a veces, en lugar de decir “esto terminó”, preferimos que simplemente… se disuelva.
Lo no dicho se queda a vivir
Lo curioso es que todo lo que no cerramos no desaparece.
Se queda flotando. En forma de duda, culpa o fantasía.
El ex que no bloqueamos. El trabajo del que nos fuimos sin aviso. El amigo que dejamos de invitar. Todo sigue ahí, como una pestaña abierta que ya no leemos, pero no cerramos por si acaso.

¿Cerrar o no cerrar?
Hay una sabiduría silenciosa en aceptar que no todos los ciclos tienen final.
Pero también hay algo liberador en nombrar el final, darle forma, y dejarlo ir.
Quizás no haga falta un gran discurso. Tal vez un simple “gracias por lo que fue” alcance.
Conclusión
No todas las despedidas vienen con ceremonia.
Pero si no decimos “esto se terminó”, corremos el riesgo de vivir atrapados entre el recuerdo y la suposición.
Cerrar no siempre es doloroso.
A veces, es lo más amable que podemos hacer por nosotros mismos.
