Hace unos años, en ocasión de la entrega de los American Music Awards, tuve que salir a bancar a Taylor Swift (que actuará en River los próximos 9 y 10 de noviembre) ante el embate de algunos colegas y amigos.
En charla informal, ellos se referían a la estrella pop oriunda de Nashville (Tennessee) como un producto industrial diseñado a partir de demandas de mercado, una mirada que me sublevó porque siempre la consideré una artista que supo abrirse paso en un negocio voraz, atendiendo su propio instinto artístico y desafiándose a sí misma.
Y no sólo eso: también rescaté que Taylor combatió la misoginia de colegas y desoyó los mandamientos para desenvolverse en el negocio, con los que había sido educada en sus años tempranos de prometedora estrella country.
Por suerte, a los pocos días Netflix estrenó Miss Americana, el documental de Lana Wilson que fortalece esta parábola de empoderamiento real metiéndose hasta en el grado cero ético y estético de Swift.
“Todo mi código moral, siendo niña y ahora, es la necesidad de que me consideren buena”, expresa Swift en la realización, a modo de prólogo de un relato sobre cómo irá, precisamente, reaccionado contra eso.
“Me han enseñado a ser feliz cuando me elogian mucho. Entonces, si vivís para que te quieran unos desconocidos, que es de donde obtenés tus alegrías y satisfacciones, una sola cosa mala puede hacer que todo se venga abajo”, añade e inmediatamente Wilson se enfoca no sólo en una “cosa mala” sino en varias.
Por caso, se recuerda cuando la ascendente Taylor gana un premio MTV y el rapero Kanye West, talentoso pero muy maleducado, se lo arrebata de la mano para decirle a Beyoncé que ella merecía ese premio. O cuando un dee jay le toca la cola cuando ambos posaron para una foto ocasional.
Swift dio batalla ante esas situaciones que avasallaron su integridad física y emocional, ante esos abusos. Luchó en todos los frentes, el mediático, el judicial, el cara a cara. Mostró las uñas y permitió que aflore un aspecto aletargado de su personalidad.
Wilson se las arregla para dar cuenta de todo con frondoso archivo y cámaras embebidas en situaciones domésticas, de esas que así como muestran procesos creativos elementales, acercan tensiones íntimas como la que Taylor Swift tiene con su padre, el corredor de bolsa Scott Swift, quien desaconseja que blanquee su posición contraria al partido republicano.
Los esfuerzos de la cantante se concentraban en dinamitar la hegemonía de Marsha Blackburn, candidata al Senado por su estado natal a la que llama “Trump con peluca” por atentar contra los derechos de las mujeres y del colectivo LGBTQ.
En ese tramo, después de recordar cómo el grupo country (y femenino) Dixie Chicks se cargó a George Bush en 2003 días antes de la invasión aliada a Irak, Taylor Swift se lamenta haber sido discreta con respecto a sus pareceres políticos y decide pasar en la acción.