Vivimos con auriculares puestos, una serie de fondo y la necesidad constante de “hacer algo”. El aburrimiento, antes sinónimo de descanso o creatividad, hoy parece un lujo difícil de permitirse. ¿Qué nos pasa cuando no pasa nada?
¿Cuándo fue la última vez que te aburriste de verdad? Pero aburrirte en serio, sin simularlo con una pestaña abierta de YouTube o un scroll lánguido en Instagram. Hablo de esa forma casi extinta de estar presente sin propósito: vos, una silla incómoda, el techo blanco y el zumbido de tus propios pensamientos intentando organizarse.
Hoy el aburrimiento casi no existe. Como las cartas escritas a mano o las tardes enteras sin relojes. Lo recordamos con una mezcla de sospecha y ternura, como si fuera un síntoma de otra era. Una donde nadie te empujaba notificaciones como si fueran migajas digitales para que no pienses. Para que no sientas. Para que no te aburras.
Lo confundimos con el vacío, pero no lo es. El aburrimiento no es la ausencia de estímulo, sino el tiempo necesario para que el estímulo real emerja. Como esas semillas que solo germinan en la quietud. Es un páramo fértil, no una sequía. Pero claro, hay que animarse a cruzarlo.
Vivimos bajo una dictadura de dopamina. Todo debe entretenernos, educarnos, movernos. Incluso el descanso tiene hoy KPI: mindfulness cronometrado, yoga con objetivos, siestas con alarma. El ocio sin función es herejía. El aburrimiento, directamente, un acto de subversión.
Nos cuesta enfocarnos no porque seamos flojos, sino porque estamos invadidos. Abrimos el celular “para responder un mensaje” y nos traga un océano de videos, ofertas, titulares. Intentar leer un libro es hoy casi un acto heroico: como querer encender una vela en medio de un estadio iluminado por reflectores. El silencio se volvió un lujo; la atención, un recurso escaso.
Y sin embargo, hay algo que se enciende cuando todo se apaga. Cuando dejamos de consumir, empezamos –al fin– a procesar. Ideas, emociones, duelos, deseos. Todo eso que no tiene cabida entre un reel de recetas veganas y una notificación de banco. Aburrirse, en ese sentido, es como limpiar el disco rígido. No para hacerlo rendir más. Sino porque ya estaba al borde del colapso.
Cómo volver al arte del aburrimiento: No hace falta que tires el celular ni que te mudes a una cabaña sin wifi (aunque a veces suena tentador). Basta con abrir pequeñas aberturas en la rutina: caminar sin auriculares, esperar sin revisar el teléfono, cocinar sin que un podcast te hable encima. En vez de llenar cada segundo, vaciá alguno. Aunque sea por curiosidad. Aunque sea por hartazgo.
Y si al principio el silencio te incomoda, felicidades: acabás de reencontrarte con vos mismo.