La historia de El Doctor: trap, conservatorio, fierros, punk antifa y vicios prematuros

El Doctor no practica meditación, pero tiene un mantra: “Si me cierran la puerta, entro por la ventana”. Ese es el espíritu con el que hace diez años, cuando pocos productores estaban dispuestos a hacerle espacio en sus grillas, empezó a buscar escenarios en otros circuitos. “El under para mí fue un ‘no’ atrás del otro”, le dice el trapero de 30 años a Rolling Stone, sobre la respuesta que recibía después de enviar sus tracks más livianos, que incluían letras explícitas sobre hábitos poco saludables y bisnes no tan legales. Del cierre de esas puertas surgieron unas giras muy eclécticas: un fin de semana podía tocar en un pabellón del penal de Ituzaingó y al siguiente cantar en un corso en José C. Paz. Encontró una ventana en los márgenes de los márgenes y, de a poco, empezó a recorrer el circuito nocturno del conurbano, de las provincias y de la Ciudad de Buenos Aires. Hace algunas semanas, la organización del Primavera Sound lo ubicó en la cartelería de lo que hasta el momento es el escenario más grande que haya pisado, e imprimió su nombre junto a artistas como Pixies, Travis Scott y Jack White. “Todo el mundo me dice que estoy en el mismo flyer que Travis Scott”, dijo sobre las repercusiones de ese anuncio en su streaming semanal. “¿Travis Scott? Todo piola, no hay un tema suyo que no me guste, pero estoy en el mismo flyer que Björk. Que se chupe una chota Travis Scott”.

La noche de un martes pegoteado y frío, El Doctor está sentado en un bar de Palermo. En octubre pasado lanzó FAFA, un álbum con 15 tracks en el que emuló el logo de una marca deportiva (decisión que le trajo problemas; a Spotify debió subir una versión alternativa de la tapa) y que, de haberse editado en Estados Unidos, sería etiquetado sin esfuerzo como gangsta rap. Con lo ajeno que ese término suena en el paisaje local, quizás sea más apropiado decirlo así: FAFA suena como lo haría Caretofobia si Ricky Espinosa hubiera seguido la senda del hip-hop. O como si Sada Baby y Vince Staples hubieran nacido en el conurbano.

FOTO: Alfredo Srur

Mientras trabaja en su segundo álbum, que planea publicar en 2023, no habla con particular emoción de su show en el festival, aunque, como quedó claro, lo entusiasma haberse convertido en vecino de grilla de la multiinstrumentista islandesa que estapa de este mismo número de Rolling Stone. “La primera vez que escuché a Björk en la radio me rompió la cabeza”, dice.

Entre 2008 y 2010, mientras la mayoría de los pibes con los que rapeaba agarraban bases de 50 Cent, él rastreaba en Ares versiones instrumentales de “It’s Oh So Quiet” y “Declare Independence” para acompañar su freestyle. “No podía creer que fuera tan bizarra y estuviera en todos lados”, cuenta. “Descubrí cada vez más cosas de ella: sus temas, sus videos, sus películas. Me daba un poco de miedo y al mismo tiempo no podía parar de investigarla, su música me transmitía un dolor de una forma muy particular”.

Sentado frente a un vaso de limonada, El Doctor gasta la ansiedad corriéndose la visera en distintas direcciones. Palermo no es un lugar en el que se siente cómodo. Cuando un nene lo sorprende para venderle un par de medias, le da un billete, le choca el puño y le aclara que él no es ningún cheto palermitano, como si  necesitara desligarse de algo que está en el aire.

Mientras avanza con su jugo, explica por qué no pide una IPA tirada en la tierra de las IPA tiradas: a los 14, un médico le detectó un problema en el hígado que estaba lejos de ser grave o permanente, pero que le sacudió la estantería. “Dije ‘fue, mirá si me llega a pasar alguna o me muero acá’ y nunca más escabié”. Esa década y media de sobriedad solo estuvo interrumpida por un trago compartido con un referente de la barra de San Lorenzo (El Doctor llegó a integrar La Butteler) al que él consideraba una suerte de Mick Jagger.

Podría decirse que fue un clic de edad temprana. Pero El Doctor vivió varias vidas antes de cumplir los 15: para esa edad ya había estudiado música en el conservatorio de Morón, había dejado la escuela, había vivido en la calle, había aprendido el oficio de cuidador de autos y se había asqueado del vino con jugo de manzana. “No tengo miedo a morirme, pero me aburre la idea. Te perdés todo, hacer música nueva, escuchar cosas nuevas, los programas de tele que te gustan”, dice. “Lo que sí haría es fingir mi muerte, para ver quiénes van al velorio, enterarme si hay incidentes o qué onda”.

Pablo Toro nació en 1992 en Parque Patricios, aunque siendo todavía un bebé se mudó al barrio Los Pinos, en La Matanza. Su mamá, diseñadora gráfica y artista visual, quedó embarazada durante su vínculo con Jorge Toro, un historietista al que admiraba y que en los 70 trabajó con García Ferré, Carlitos Balá y Landrú. Si sos muy joven y no conocés estas referencias, no te preocupes: lo que tenés que saber es que Jorge en un momento llegó a estar bastante pegado y que tenía un humor muy parecido al que hoy ostenta El Doctor. Ese tipo de humor que tiene la gente que puede construir un mundo a partir de un detalle en la fisonomía o en el comportamiento de alguien, que es condición sine qua non de un buen caricaturista y que a Pablo, que también lo tiene, lo ayuda a producir algunas de las barras más ocurrentes y desparpajadas del trap local. Por ejemplo, estas de “Ni Makri Ni Kishner”: “Tu chica quiere que le invite un Paty/ Me causan gracia como Andy Milonakis/ Muerte pa todos los ratis/ Shot out pa Soldati”. O estas de “Jesús”: “Guacho, yo sí soy delincuente, soy un nigga con actitud/ Vos lo más gangster que hiciste es robarte un jugo Tang de Carrefour”.

FOTO: Alfredo Srur

Jorge, dice El Doctor, era “un descansero”. Se dirigía a todos como “tesoro mío” y le costaba mucho hablar en serio. Apareció en la vida de Pablo cuando él tenía cinco años y volvió a desaparecer y reaparecer de forma intermitente en los años que siguieron, hasta su fallecimiento, en 2016. Además de hacer historietas, escribía poesía y fundó una editorial que llamó Tamar (por Marta, una de sus parejas). También tuvo una agencia de remises en Haedo, donde vivieron juntos./Rolling Stone