La construcción del yo durante la niñez está cambiando de forma silenciosa. Cada vez más, las pantallas reemplazan gestos fundamentales en los vínculos cotidianos, y eso tiene efectos que aún no medimos del todo.
En los años 70, el psicólogo Ed Tronick realizó un experimento llamado Still Face. En él, una madre interactuaba normalmente con su bebé: lo miraba, le sonreía, le hablaba. Luego, se le pedía que dejara de hacerlo. Su rostro se volvía neutro, sin expresión, sin reacción.
Lo que pasaba después era desgarrador: el bebé intentaba recuperar la conexión, sonreía, estiraba los brazos, se movía, vocalizaba. Al no obtener respuesta, aparecía la angustia, el llanto y finalmente, el retiro emocional. Esa renuncia momentánea —dejar de buscar— debería encender todas las alarmas. Aunque en ese contexto era breve y experimental, lo que revela es poderoso.
Cuando el espejo deja de reflejar
Este tipo de desconexión no solo ocurre en un laboratorio. Hoy, se reproduce a diario en los hogares, sin que lo notemos. Un niño en la mesa, otro en el cochecito, un bebé en la sala de espera. Todos buscan una mirada, un gesto, una respuesta. Y muchas veces, del otro lado solo hay un adulto absorto en una pantalla.
Las interrupciones mínimas pero constantes en la interacción emocional —provocadas por el uso de dispositivos— van debilitando el lazo afectivo entre grandes y chicos. No se trata de rechazar la tecnología, sino de reconocer que su uso desmedido puede afectar el desarrollo emocional y simbólico de los niños.
El valor de ser mirado
El desarrollo del niño no es solo físico. Es simbólico, relacional, emocional. Un bebé necesita ser mirado, nombrado, sostenido. A través del rostro del otro construye sentido, se reconoce, organiza su mundo interno.
Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista, hablaba del rostro de la madre como espejo emocional. En él, el niño empieza a entender que sus gestos tienen impacto, que su malestar puede calmarse, que sus emociones son válidas porque alguien las traduce.
Cuando ese reflejo falta —aunque sea por unos minutos— no pasa nada grave. Pero cuando la ausencia se vuelve constante, cuando el vínculo se filtra a través de pantallas, aparece una desconexión que deja huellas.
Pantallas que median la intimidad
Hoy es habitual ver escenas de ternura compartida… frente a una cámara. Madres y padres juegan, cocinan, filman a sus hijos. Pero la mirada está puesta en el dispositivo, no en el otro. El intercambio se da, sí, pero mediado, desplazado.
Así, la presencia emocional se disuelve en la lógica del contenido. El niño se adapta, se fascina con su imagen, actúa para la pantalla. Pero esa dinámica no reemplaza la calidad del contacto directo, cara a cara.
¿Qué espejo estamos ofreciendo?
El psicólogo Henri Wallon habló del “espejo” como rito de pasaje del niño, mientras que Jacques Lacan lo definió como una estructura que da forma al yo. Esa imagen que el niño asume como propia necesita, más que un reflejo, una validación: una voz que diga “ese sos vos”.
Sin esa mediación humana, la tecnología puede volverse un espejo frío, impersonal, que devuelve una imagen sin calor, sin sostén.
Reflexionar sobre el uso que damos a la tecnología en nuestra vida cotidiana no es una crítica, es una necesidad.El rostro humano fue siempre el primer soporte del amor, del deseo, de la ley. Hoy más que nunca, necesitamos volver a ponerlo en el centro.