El botón de descarga del inodoro no anda. No importa porque María, la dueña y única habitante estable de esta casita en el fondo de un terreno en La Reja, Moreno, no va al baño de su casa hace siete años. No puede. Una enfermedad autoinmune la tiene postrada en su cama, así que los ocho o diez pasos que separan su cama del inodoro son un abismo infranqueable.
María del Carmen Ludueña, que tiene 63 años y que aprendió a trabajar a los 14 o 15 en el frigorífico en el que trabajaba su papá, no puede cambiar los canales del televisor que le hace compañía hasta que logra dormirse. No puede tomar agua sin que alguien le acerque el vaso y una pajita, ni sentir la boca limpia si nadie le pasa una servilleta por las comisuras.
No puede comer si nadie le corta la comida tan chiquita como se les corta a los bebés de seis meses que apenas ingieren sólidos, o si la galletita no se deshizo en el café con leche. No sabe por cuánto tiempo podrá apenas eso: la parálisis, dice, empieza a apropiarse también de la deglución. No puede quedarse dormida si nadie acomoda las almohadas como las necesita y si esa misma persona no le pone pañales limpios.
De todas las cosas que María no puede hacer desde esa cama que es su casa y los dos metros cuadrados en los que ni siquiera puede rotar sin ayuda, hay dos con las que insiste especialmente. No puede dejar de sentir dolor. Un dolor que apenas baja un rato por día gracias a analgésicos a los que su cuerpo chiquito y atrofiado ya se sobreadaptó, y este mes ni siquiera, porque PAMI omitió darle la droga más potente. Y no puede dejar de pensar en todo lo que le pasa y en todo lo que no le pasa porque no puede moverse.
“Por desgracia mi mente es muy lúcida. Porque si al menos tuviera algún problema mental que me tuviera más perdida, no me daría cuenta de todo lo que pasa. Pero me doy cuenta de todo”, dice María.
“Esto no es vida”
María del Carmen Ludueña supo con certeza en 2001 de dónde venían los dolores articulares que habían empezado varios años antes. En enero de ese año, y gracias a la intervención de un médico reumatólogo del Hospital Nuestra Señora de Luján, le pudo poner nombre a su cuadro: artritis reumatoidea poliarticular, seropositiva y erosiva en curso grave, resistente a antiinflamatorios, corticoides e hidroxicloroquina. A eso se le sumaba el diagnóstico de osteoporosis con alto riesgo de fractura.
Los dolores comenzaron en unas vacaciones. “Un día me desperté con los pies completamente hinchados y doloridos, ahí empezó todo”, reconstruye. Dolían los pies y las manos, pero sobre todo las rodillas. A veces, todavía le duele la rodilla izquierda, que le amputaron en mayo de este año: es el síndrome del miembro fantasma.
“Yo al Dr. Somma, que es el médico que finalmente logró diagnosticarme, le pregunté si la enfermedad me podía dejar en silla de ruedas. Me dijo que sí. Entonces le pregunté si me podía dejar completamente postrada en una cama. Me dijo que sí. Y yo le agradecí, porque me dijo la verdad”, recuerda.
La enfermedad autoinmune que sufre María tiene tratamiento, pero no cura. En sus formas más graves, deforma articulaciones, cartílagos y huesos. Destruye la estructura ósea y articular del cuerpo. Y duele. Todos los días, a todas las horas.
María perdió su pierna izquierda porque su cuerpo rechazó una prótesis y sufrió una infección casi mortal. Su brazo derecho está paralizado y los dedos se estiran rígidos en direcciones distintas. El riesgo alto de fracturas se cobró sus facturas: tuvo dos caídas graves. La última la dejó postrada definitivamente hace siete años.
El colchón antiescaras en el que duerme está roto y se desinfla. La cama ortopédica que le recetaron nunca llegó. Los medicamentos e insumos que PAMI no cubre los paga con su jubilación de 270.000 pesos, de los cuales al menos 70.000 se van en la farmacia.
“¿Quién me puede decir que esto es vida? Esto no es vida, esto es una tortura. Me hablan de calidad de vida, ¿qué calidad de vida? Esto es un calvario. Yo lo único que pido es clemencia, que alguien me escuche y me ayude”, dice.
Cinco proyectos, ninguna ley
Argentina sancionó la Ley de Muerte Digna en 2012, que permite a las personas con enfermedades incurables rechazar tratamientos que prolonguen artificialmente su vida. Pero la eutanasia activa —la asistencia médica para morir— aún no está legislada.
Actualmente hay cinco proyectos de ley en el Congreso Nacional para regular la eutanasia, impulsados por legisladores como Mariana Juri, Rodolfo Suárez y Miguel Ángel Pichetto. En caso de no debatirse este año, los proyectos perderán estado parlamentario y deberán volver a presentarse desde cero.
Como no hay ley que la ampare, María acudió a la vía judicial. En noviembre del año pasado, presentó un recurso de amparo para acceder a un proceso de eutanasia con asistencia legal, acompañada por su hija, Mariela, y su hermana Bety.
“El juzgado de primera instancia rechazó el recurso in limine, sin interiorizarse con la historia de María. Simplemente determinó ‘esto no es legal’. Apelamos y la Cámara volvió a rechazarlo, así que estamos ante la Corte de la Provincia”, explicó Pablo Molins, defensor oficial en Moreno y abogado de María.
La Corte bonaerense pidió informes a la Procuraduría y al Ministerio de Salud provincial. Este último sería, en caso de aprobarse el pedido, quien determine quién prestará la asistencia para morir. Esa persona debería ser despenalizada por adelantado.
“Si yo hubiera podido hacerlo, ya lo hubiera hecho”
“Después de la última caída, tenía la esperanza de recuperarme. Pero no me pude levantar más. Si yo hubiera podido hacer algo para irme, ya lo hubiera hecho. Pero ni siquiera tengo fuerza ni movilidad para eso”, dice María.
La decisión de pedir asistencia legal para morir llegó el año pasado. “Una vez que decidí, decidí. Nunca dudé. No quiero esta supuesta vida. Mi mejor calidad de vida es que me saquen de este calvario. Esto es demasiado para un ser humano”, asegura.
Su hija Mariela, de 41 años, la acompaña en la decisión. Vive con sus hijos en la casa grande del terreno y se ocupa de los trámites, los remedios, los cuidados diarios. “Sé lo que sufre, sé cómo es su vida. Por eso entiendo lo que pide y la acompaño”, dice entre lágrimas.
María no extraña nada. “No puedo hacer nada de lo que extrañe. No puedo cocinar, ni cuidar a mis nietos, ni caminar hasta el baño. Mi cuerpo se convirtió en una cárcel.”
Y sobre su deseo final, responde con serenidad:
“Creo que sería un momento feliz. Que me iría contenta y que libraría mucho a mi hija. Solo quiero que alguien me escuche y se ponga de mi lado. Siento un cansancio de cuerpo y de mente que no puedo describir. Quisiera cerrar los ojos e irme. No sé qué me espera después, pero creo que va a ser mejor que lo que tengo ahora.”