“Soy el nuevo Frankenstein”, dijo Louis Washkansky cuando despertó de la anestesia en el Hospital Groote Schuur, en Sudáfrica. Tenía motivos para el humor: acababa de convertirse en el primer ser humano en vivir con el corazón de otra persona. El órgano pertenecía a Dénise Darvall, una joven de 25 años fallecida en un accidente vial. Su padre, en medio del dolor, aceptó donar algo que jamás se había donado: un corazón. Así comenzó una de las hazañas médicas más impactantes del siglo XX.
La noticia recorrió el mundo con una velocidad inusual para la época. En Argentina, Clarín tituló al día siguiente: “Se trasplantó un corazón”, marcando el tono con el que el planeta entero recibió el acontecimiento. El público local, atento a los avances cardíacos desde el reciente éxito del bypass realizado por René Favaloro, recibió con asombro esta operación que parecía salida de la ciencia ficción.
La historia humana detrás del trasplante también conmovió. Washkansky, comerciante de 56 años, estaba desahuciado: padecía serios problemas cardíacos y una diabetes avanzada. Le quedaban días de vida. Dénise Darvall, en cambio, había muerto repentinamente al ser atropellada junto a su madre. El gesto de su padre al aceptar la donación, aún cuando el corazón de la joven seguía latiendo por la asistencia mecánica, se volvió un símbolo de generosidad.
Pero la hazaña tenía otro protagonista decisivo: el cirujano Christiaan Barnard, hasta entonces poco conocido fuera del ámbito académico. Formado en Estados Unidos y experto en cirugía cardíaca, Barnard supo que tenía una oportunidad única cuando se enteró de la muerte cerebral de Dénise. Convenció a Washkansky y a su esposa explicando que, ante una muerte segura, la operación ofrecía al menos una posibilidad. “Es como si un hombre perseguido por un león se arrojara al río lleno de cocodrilos para intentar sobrevivir”, relató después.
La intervención comenzó la madrugada del 3 de diciembre de 1967, con un equipo de treinta profesionales. Entre ellos estaba Hamilton Naki, un asistente negro autodidacta cuyo rol fue ocultado durante años por el apartheid. Barnard no solo operó con audacia sino que desafió las injustas reglas raciales de la época.
El momento más emotivo para el cirujano no fue insertar el nuevo corazón, sino retirar el de la donante. “Sentí mucha emoción al sacar el corazón de la joven. Era un corazón humano”, diría después. Tras seis horas de operación, Washkansky despertó estable… y de muy buen humor.
El éxito del trasplante despertó una competencia mundial. Tres días después, en Nueva York, Adrian Kantrowitz realizó un trasplante de corazón entre bebés, pero el receptor murió a las dos horas. Washkansky, en cambio, siguió viviendo. Su frase “soy el nuevo Frankenstein” dio la vuelta al mundo.
Barnard, que de un día para el otro se volvió una celebridad internacional, había recorrido un largo camino. Se había formado en cirugía cardíaca experimental junto a los grandes pioneros estadounidenses, trabajando con perros para aprender a implantar y reanimar corazones. Esas investigaciones permitieron entender cómo evitar el rechazo y cómo mantener un órgano viable fuera del cuerpo.
El primer trasplante humano, sin embargo, tuvo un final triste: Louis Washkansky murió 18 días después, víctima de una neumonía causada por los inmunosupresores que debía tomar para evitar el rechazo. Pero la puerta ya estaba abierta. Apenas un mes después, Barnard realizó un segundo trasplante y su paciente, Philip Blaiberg, sobrevivió diecisiete meses: fue el primer éxito real.
Impulsados por estos casos, en 1968 se realizaron cerca de cien trasplantes en el mundo, entre ellos uno en la Argentina llevado a cabo por Miguel Bellizi. Muchos fracasaron por falta de medios, generando una fuerte discusión ética y científica. Pero el camino ya estaba trazado.
Mientras tanto, Barnard disfrutaba de la fama. Visitó Argentina en 1968 y fue recibido como una estrella: dio conferencias, participó en Sábados Circulares de Pipo Mancera y años después compartió la mesa de Mirtha Legrand. Sus detractores lo acusaban de narcisista; él respondía con ironía: “Cualquier hombre que diga que no le gustan los aplausos es un tonto o un mentiroso”.
Christiaan Barnard dejó de operar en 1983 por una artritis reumatoidea. Murió en 2001, a los 78 años, por un ataque de asma. Su corazón, paradójicamente, falló. Pero su nombre quedó ligado para siempre a una de las transformaciones más profundas de la medicina moderna: la posibilidad de que un corazón siga latiendo en otro cuerpo.
