Durante años, el “Carnicero de Rostov” cometió asesinatos brutales mientras el régimen soviético, más obsesionado con preservar su narrativa de orden que con proteger vidas, eligió mirar hacia otro lado. Y en esa ceguera institucional, el monstruo prosperó.
La infancia: sembrando monstruos bajo el trigo
Nacido en 1936 en Ucrania, en plena hambruna del Holodomor, Chikatilo vino al mundo con el estómago vacío y los miedos heredados. A su alrededor, vecinos morían de hambre y se contaban leyendas de canibalismo doméstico. En casa, le repetían que su hermano mayor había sido devorado por desesperados. Tal vez era mito, pero lo formó como si fuera cierto.
Su niñez fue una antítesis ambulante: se crió bajo un régimen que prometía gloria colectiva, pero lo marcó con la soledad, la vergüenza y la represión. Mientras las calles exhibían banderas rojas y niños felices en afiches, él mojaba la cama hasta los doce y era humillado en la escuela por su miopía y su timidez. El cuerpo le fallaba; la realidad también.
El Estado perfecto no acepta errores (ni psicópatas)
Chikatilo se convirtió en docente —con más denuncias que méritos— y, tras varios escándalos, terminó en un puesto gris en una fábrica. Esa mediocridad funcional le permitió moverse con libertad entre terminales, estaciones y bosques, escenarios predilectos para sus crímenes.
Mató a más de 50 personas entre 1978 y 1990. Mujeres, adolescentes, niños. Todos eran presas de su rutina macabra: atracción con engaños, violencia sexual, apuñalamientos, mutilaciones. A veces, canibalismo. En su maletín, escondía cuchillos. En su mente, fantasmas.
Lo más perturbador no fue solo la ferocidad con la que actuaba, sino el hecho de que el aparato estatal que debía encontrarlo, lo encubría sin querer. Admitir que un asesino serial estaba suelto contradecía la ficción oficial del paraíso soviético. Entonces, no había asesinos seriales en la URSS, solo “desviaciones ideológicas” y “crímenes comunes”.
Una caza burocrática y la sed de justicia
La investigación fue un desfile de ineficiencias. Se arrestaron inocentes, uno incluso se suicidó. A Chikatilo lo detuvieron y liberaron por un error en la tipificación sanguínea. No coincidía… pero solo porque los métodos forenses soviéticos estaban desactualizados.
No fue la policía quien lo atrapó: fue la estadística, la presión pública y un psiquiatra lúcido, Aleksandr Bukhanovsky, quien trazó un perfil certero y logró arrancarle la confesión. Chikatilo, frío y clínico, admitió 56 asesinatos. Su ejecución en 1994, de un disparo en la nuca, selló un capítulo oscuro, pero no cerró del todo la herida.
El espejo roto de un sistema
La historia de Andréi Chikatilo es, en parte, la historia de una monstruosidad personal nacida en un contexto deshumanizante. Un individuo perturbado, sí, pero también el resultado de un entorno que no supo —ni quiso— mirar.
En la Unión Soviética, la represión no solo silenciaba disidentes, también ocultaba horrores. Y en esa penumbra burocrática, un asesino se movía con la impunidad de un fantasma. El resultado: una ironía feroz. Mientras el Estado gritaba “todo está bajo control”, el mal caminaba con su maletín por las estaciones de tren.
El Carnicero de Rostov no solo asesinó personas. También dejó en evidencia que la represión puede esconder monstruos, pero nunca los elimina. Los alimenta.
Un hombre con gafas grandes y traje deslucido se detiene en una parada de autobús con unos caramelos en el bolsillo y un infierno en la cabeza. Parece invisible, pero está a punto de dejar una marca imborrable. Así comienza la historia de Andréi Chikatilo, el mayor asesino serial de la Unión Soviética, cuyos crímenes no solo desgarraron cuerpos, sino también la ilusión de un Estado infalible.
Durante años, el “Carnicero de Rostov” cometió asesinatos brutales mientras el régimen soviético, más obsesionado con preservar su narrativa de orden que con proteger vidas, eligió mirar hacia otro lado. Y en esa ceguera institucional, el monstruo prosperó.
La infancia: sembrando monstruos bajo el trigo
Nacido en 1936 en Ucrania, en plena hambruna del Holodomor, Chikatilo vino al mundo con el estómago vacío y los miedos heredados. A su alrededor, vecinos morían de hambre y se contaban leyendas de canibalismo doméstico. En casa, le repetían que su hermano mayor había sido devorado por desesperados. Tal vez era mito, pero lo formó como si fuera cierto.
Su niñez fue una antítesis ambulante: se crió bajo un régimen que prometía gloria colectiva, pero lo marcó con la soledad, la vergüenza y la represión. Mientras las calles exhibían banderas rojas y niños felices en afiches, él mojaba la cama hasta los doce y era humillado en la escuela por su miopía y su timidez. El cuerpo le fallaba; la realidad también.
El Estado perfecto no acepta errores (ni psicópatas)
Chikatilo se convirtió en docente —con más denuncias que méritos— y, tras varios escándalos, terminó en un puesto gris en una fábrica. Esa mediocridad funcional le permitió moverse con libertad entre terminales, estaciones y bosques, escenarios predilectos para sus crímenes.
Mató a más de 50 personas entre 1978 y 1990. Mujeres, adolescentes, niños. Todos eran presas de su rutina macabra: atracción con engaños, violencia sexual, apuñalamientos, mutilaciones. A veces, canibalismo. En su maletín, escondía cuchillos. En su mente, fantasmas.
Lo más perturbador no fue solo la ferocidad con la que actuaba, sino el hecho de que el aparato estatal que debía encontrarlo, lo encubría sin querer. Admitir que un asesino serial estaba suelto contradecía la ficción oficial del paraíso soviético. Entonces, no había asesinos seriales en la URSS, solo “desviaciones ideológicas” y “crímenes comunes”.
Una caza burocrática y la sed de justicia
La investigación fue un desfile de ineficiencias. Se arrestaron inocentes, uno incluso se suicidó. A Chikatilo lo detuvieron y liberaron por un error en la tipificación sanguínea. No coincidía… pero solo porque los métodos forenses soviéticos estaban desactualizados.
No fue la policía quien lo atrapó: fue la estadística, la presión pública y un psiquiatra lúcido, Aleksandr Bukhanovsky, quien trazó un perfil certero y logró arrancarle la confesión. Chikatilo, frío y clínico, admitió 56 asesinatos. Su ejecución en 1994, de un disparo en la nuca, selló un capítulo oscuro, pero no cerró del todo la herida.
El espejo roto de un sistema
La historia de Andréi Chikatilo es, en parte, la historia de una monstruosidad personal nacida en un contexto deshumanizante. Un individuo perturbado, sí, pero también el resultado de un entorno que no supo —ni quiso— mirar.
En la Unión Soviética, la represión no solo silenciaba disidentes, también ocultaba horrores. Y en esa penumbra burocrática, un asesino se movía con la impunidad de un fantasma. El resultado: una ironía feroz. Mientras el Estado gritaba “todo está bajo control”, el mal caminaba con su maletín por las estaciones de tren.
El Carnicero de Rostov no solo asesinó personas. También dejó en evidencia que la represión puede esconder monstruos, pero nunca los elimina. Los alimenta.