A principios de 2020, en el mundo se fregaban las superficies, se lavaban las manos y se estornudaba en el reverso de los codos, todos desesperados por evitar la infección con un nuevo coronavirus. Pero la amenaza no estaba en las encimeras ni en los pomos de las puertas.
El virus flotaba en el aire, empujado a la deriva por la tos y las conversaciones, incluso en las canciones. Por seis meses la pandemia hizo estragos antes de que las autoridades sanitarias mundiales reconocieran que se debía a un virus transmitido por aire.
Con esa revelación llegó otra: si la calidad del aire interior hubiera sido una prioridad, la pandemia habría cobrado muchas menos víctimas en Estados Unidos. Más de tres años después, poco ha cambiado.
La mayoría de los estadounidenses todavía se apretujan en oficinas, aulas, restaurantes y tiendas con sistemas de ventilación inadecuados y a menudo decrépitos, con frecuencia en edificios con las ventanas cerradas a cal y canto. Los científicos coinciden en que la próxima pandemia surgirá casi con toda seguridad de otro virus transmitido por aire.
Pero mejorar la calidad del aire no es solo luchar contra las enfermedades infecciosas: la contaminación de espacios interiores puede dañar el corazón, los pulmones y el cerebro, acortando la esperanza de vida y disminuyendo la cognición.
Y los incendios forestales, la contaminación del aire exterior y el cambio climático impedirán con rapidez la aplicación de soluciones menores, como abrir las ventanas o bombear más aire del exterior. En su lugar, la nación tendrá que empezar a pensar en el aire interior –en escuelas, restaurantes, oficinas, trenes, aeropuertos, cines— como un entorno que influye enormemente en la salud humana.
Abrir ventanas y encender ventiladores antes de clase en una escuela de Pensilvania el año pasado. Abrir las ventanas puede dejar de ser una opción práctica a medida que aumentan los incendios forestales, el aumento de las temperaturas y la contaminación del aire (Photo by Hector Vivas/Getty Images)
Para mejorarlo hará falta dinero, orientación científica sobre el grado de limpieza del aire y, lo más importante, voluntad política para impulsar el cambio. “El impulso a favor del agua limpia se considera uno de los diez mayores avances en salud pública del siglo pasado, y el aire no debería ser diferente”, afirmó Linsey Marr, experta en transmisión aérea de virus del Virginia Tech. Las leyes federales y estatales regulan la calidad del agua, los alimentos y la contaminación exterior, pero no existen normas sobre la calidad del aire interior en general, solo límites dispersos para unos cuantos contaminantes.
Tampoco hay ningún organismo o funcionario federal que defienda la causa. Sin códigos de construcción ni leyes que obliguen su cumplimiento, las iniciativas para mejorar la calidad del aire han sido hasta ahora desiguales. Algunas ciudades, distritos escolares y empresas han avanzado por su cuenta.
Pero, en general, los estadounidenses siguen respirando el aire interior que preparó el terreno para la pandemia. “Todo el mundo hace lo mínimo”, aseguró Shelly Miller, experta en aerosoles de la Universidad de Colorado en Boulder. El verdadero obstáculo ahora, según los expertos entrevistados, es la falta de liderazgo: una agencia federal o incluso un zar de la ventilación que haga cumplir las recomendaciones y ponga al país en la senda desde hace tiempo necesaria para mejorar la calidad del aire interior.
“Para lograr un cambio real que llegue a una amplia franja de la población”, señaló Marr, “necesitamos que las normas se incorporen a los códigos de construcción y a las leyes a nivel estatal y federal”. Dos nuevos conjuntos de recomendaciones pueden empezar a propiciar el cambio. En mayo, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC por su sigla en inglés) recomendaron cinco de los llamados cambios de aire por hora –el equivalente a sustituir todo el aire de una habitación– en todos los edificios, incluidas las escuelas. La Asociación Estadounidense de Ingenieros de Calefacción, Refrigeración y Aire Acondicionado, una asociación de expertos en calidad del aire, fue más allá y propuso una recomendación de más de ocho cambios de aire.
Los científicos coinciden en que la próxima pandemia podría surgir de otro virus transmitido por aire (Getty)
Ambos conjuntos de directrices también ofrecen claridad sobre los monitores de calidad del aire y las mejoras de los filtros de aire y los sistemas de ventilación. “Es un gran salto”, comentó Marr, “porque es la primera vez que, fuera de hospitales y lugares de trabajo especializados, vemos algún tipo de objetivo respecto al aire interior que se basa en la salud y no solo en el confort térmico o consideraciones energéticas”.
Un cambio de paradigma La calidad del aire interior podría haber cobrado protagonismo antes si la clase médica no hubiera creído firmemente que las enfermedades respiratorias como la gripe se propagan casi exclusivamente a través de las grandes gotitas respiratorias que se expulsan cuando una persona tose o estornuda. La idea puede haber sido alimentada por la observación de que las personas que estaban más cerca de una persona enferma parecían correr un mayor riesgo de infección. Eso llevó a los expertos médicos a recomendar el lavado de manos y el distanciamiento social como las mejores maneras de contener un virus respiratorio.
No obstante, los científicos demostraron hace décadas que las gotas grandes pueden evaporarse y encogerse al ser expulsadas, convirtiéndose en diminutos aerosoles que permanecen en el aire. Por ejemplo, un paciente con gripe no solo expulsa el virus en grandes gotas. Según Yuguo Li, experto en calidad del aire de la Universidad de Hong Kong, ese paciente puede exhalar, toser o estornudar gotitas de cualquier tamaño.
Las más pequeñas flotarán en el aire y se inhalarán directamente hacia los pulmones, una situación que exige precauciones muy distintas de las de limpiar superficies o lavarse las manos.
Para Li y otros expertos en calidad del aire, era obvio desde el principio de la pandemia que el coronavirus era transportado por el aire. El coronavirus del SARS, un pariente cercano que apareció en Asia en 2002, se transmitía por el aire: ¿por qué iba a ser diferente el nuevo?
En enero de 2020, investigadores chinos describieron un grupo de infecciones que incluía a un niño de 10 años que no presentaba síntomas pero cuyos escáneres revelaron “opacidades pulmonares en vidrio deslustrado”, una señal de infección por el nuevo coronavirus. Donald Milton, de la Universidad de Maryland, que lleva décadas estudiando la transmisión de virus respiratorios, sabía lo que eso significaba: el coronavirus estaba siendo inhalado hacia los pulmones.
Algunos científicos pensaban que los organismos sanitarios estaban dando largas porque las consecuencias de la transmisión de aerosoles en interiores —cubrebocas de alta calidad, filtración del aire, cierre de edificios— exigirían una respuesta hercúlea. William Bahnfleth, experto en Ingeniería Arquitectónica de la Universidad Estatal de Pensilvania, se declaró sorprendido por “la parálisis de la comunidad de salud pública, y su exigencia de datos cada vez más concluyentes”.
Los CDC tardaron hasta abril de 2020 en recomendar el uso de cubrebocas y hasta octubre de 2020 en reconocer la transmisión por aerosol del coronavirus, e incluso entonces solo de manera oblicua. La Organización Mundial de la Salud se vio obligada a revisar su postura en julio de 2020, después de que 239 expertos emitieran una declaración exigiéndolo.
Un momento decisivo se produjo en la primavera de 2021, cuando tres importantes revistas médicas publicaron artículos sobre la transmisión aérea del coronavirus. Aun así, la OMS no utilizó la palabra “aerotransportado” para describir el virus hasta diciembre de 2021, y los CDC todavía no lo han hecho. “Trabajé con ellos en la edición del informe científico sobre la transmisión, y estaba claro que no querían usar esa palabra”, señaló Marr sobre los CDC y añadió: “Es enloquecedor”.
(c) The New York Times