La generación invisible: el talento que el mercado laboral insiste en no ver

Robert De Niro, en la piel de Ben Whittaker en The Intern (Pasante de moda), mira a cámara con los mismos ojos que alguna vez llevaron el peso de Vito Corleone joven. Ya no controla la Camorra: ahora trata de encontrar sentido en la jubilación anticipada. Cuenta que probó de todo —clases de cocina, viajes, ejercicio, grupos sociales— y que al principio fue suficiente, hasta que dejó de serlo. La escena condensa una realidad que muchos viven después de los cuarenta: todavía tienen ganas de trabajar, pero necesitan que alguien vuelva a elegirlos.

María F., de 42 años, dejó por decisión propia la empresa donde había pasado media vida. Lo que no esperaba era que, al buscar empleo, el mercado la mirara como si ya hubiese pasado de moda. “¿No serás demasiado grande para el puesto?”, le preguntaron en su primera entrevista. Dos décadas antes, la pregunta incómoda había sido otra: “¿Pensás tener hijos?”. Cambian los tiempos, persisten los prejuicios.

Las personas de más de cuarenta y cincuenta años enfrentan hoy un escenario paradójico: acumulan saber, criterio y estabilidad emocional, pero chocan contra un mercado que asocia juventud con capacidad y edad con obsolescencia. Ese filtro invisible tiñe miles de búsquedas laborales en todo el mundo.

Un mercado que descarta

Los informes de la OCDE lo confirman: los empleadores dudan en contratar trabajadores mayores por prejuicios sobre su adaptabilidad o por temor a invertir en su capacitación. En la jerga se llama “baja empleabilidad”. En la vida real significa currículums sin respuesta.

En Argentina, ese fenómeno ya tiene nombre. Según un estudio de Adecco, más de 800.000 personas mayores de 45 buscan reinsertarse sin éxito. El IAE las bautizó “generación invisible”: no están retiradas, no están desactualizadas, no eligieron estar fuera. Simplemente, nadie vuelve a llamarlas.

La discriminación por edad en el mercado laboral argentino también tiene cifras: datos de Bumeran muestran que el 61% de las personas afirma haber presenciado o vivido edadismo al buscar trabajo. Los jóvenes “no tienen experiencia”; los mayores “ya tienen demasiada”. Y en el medio, un continente entero queda atrapado.

La evidencia que derriba mitos

Los prejuicios, sin embargo, chocan de frente con la investigación. El National Bureau of Economic Research demostró que la edad promedio de los fundadores de startups más exitosas es de 45 años. No son veinteañeros brillantes: son adultos que ya atravesaron crisis y aprender a anticiparlas.

La ciencia cognitiva también contradice el mito del declive. Investigadores del MIT y Boston University comprobaron que las habilidades intelectuales pueden seguir creciendo si se ejercitan. El cerebro adulto pierde velocidad, sí, pero gana precisión. Y la regulación emocional —uno de los pilares del desempeño humano— mejora con la edad.

En los equipos de trabajo, esa experiencia emocional vale más que mil cursos de liderazgo.

Cuando la experiencia ordena el caos

En Pasante de moda, Ben entra a una oficina diseñada para veinteañeros: escritorios comunitarios, kombucha, bicicletas colgando. No encaja en lo estético, pero encaja en lo humano. Aporta método, calma, una forma de inteligencia emocional que no figura en ningún CV. Cuando la CEO se quiebra, todos improvisan. Ben no: respira, escucha, ordena. Esa capacidad de bajar la intensidad y devolver claridad es un talento que el mercado midió mal durante décadas.

Esa generación fue educada en un mundo más lento, donde los objetivos tardaban años y la frustración era parte del proceso. También se formó en una cultura de lectura profunda, foco sostenido y análisis largo. No es superior: es distinta. Y esa diferencia hoy es escasa y valiosa.

Cuando las empresas deciden mirar

Algunas compañías del mundo empezaron a tomar nota.
L’Oréal creó el programa For All Generations: mezcla grupos etarios en sus equipos y declara que el 16% de su plantilla global tiene más de 50 años. Siemens impulsa programas de reskilling para mayores de 45 con buenos resultados. En Estados Unidos, el reverse mentoring —jóvenes enseñan herramientas; mayores enseñan estrategia— mejoró la cohesión interna.

En Argentina, YPF lanzó iniciativas de capacitación tecnológica para mujeres mayores de 45, y la Ciudad de Buenos Aires creó “Experiencia Activa”, un programa para acompañar la reinserción laboral. Son avances tímidos, pero muestran que cuando la edad se piensa como capital, no como costo, los resultados cambian.

El desafío sigue siendo enorme: la CEPAL advierte que el envejecimiento avanza más rápido que la capacidad de los mercados laborales para integrar a los mayores. La informalidad opera como refugio… y como trampa.

Un cambio necesario

A los cuarenta o cincuenta, el trabajo se mide distinto: ya no por ascensos, sino por sentido. No por títulos, sino por vínculos. La continuidad —esa habilidad de sostener proyectos largos— se vuelve un músculo invisible.

Ben no vuelve al trabajo por necesidad: vuelve por pertenencia. Porque todavía puede aportar. Esa es la clave que el mercado debería escuchar: quienes ya tienen recorrido no buscan un escritorio; buscan un motivo. Y en muchos casos son quienes mejor saben cómo hacer el trabajo.

Reinventarse no es empezar de cero: es continuar con más conciencia. Y esa conciencia, en un mundo que corre demasiado rápido, es oro puro.