En una sala blanca, silenciosa como una catedral sin fieles, el tiempo se ha detenido. Allí yace el Príncipe Al-Waleed bin Khaled bin Talal, como un eco humano suspendido en coma desde hace dos décadas. Un cuerpo joven, congelado a los 16 años, atrapado en el ciclo perpetuo de las máquinas, la fe y el amor obstinado de su familia. Lo llaman el “Príncipe durmiente”. Pero su historia está más cerca de una tragedia shakesperiana que de un cuento de hadas.

Sangre azul, destino negro
Nacido en 1989 con el linaje de un imperio, Al-Waleed fue criado entre mármoles y mandatos. Bisnieto del fundador del reino saudita, hijo de un príncipe fervorosamente religioso, y nieto de un “príncipe rojo” que alguna vez soñó con modernizar el reino desde adentro, el joven parecía hecho para escribir su propia página en la historia. Pero la historia, esa narradora cruel, eligió el margen.
Con apenas 16 años fue enviado a Londres, siguiendo la senda dorada de los herederos sauditas: prestigiosas academias, coches caros, expectativas insaciables. Un día cualquiera de 2005, un accidente automovilístico brutal le robó la conciencia y el futuro. Desde entonces, no ha dicho una palabra.
Medicina contra milagros
Los diagnósticos fueron tajantes: hemorragia cerebral masiva, coma irreversible, estado vegetativo persistente. La ciencia médica, con su precisión quirúrgica y frialdad cartesiana, recomendó retirar el soporte vital. Pero entonces apareció el primer gran antagonista: la fe.
Khaled bin Talal, su padre, no titubeó. “Si Dios hubiera querido que muriera, estaría en su tumba”, sentenció. Para él, desconectar a su hijo era rendirse. Y la rendición, como la muerte, no es una opción para ciertos príncipes.
Desde entonces, el joven Al-Waleed permanece conectado a una red de tubos que respiran por él, lo alimentan y lo mantienen dentro del mundo de los vivos… aunque sin participar de él. Su cuerpo crece, envejece, yacente. Como un palacio sin huésped. Como un reloj sin manecillas.
Entre lo médico y lo místico
Hay algo profundamente incómodo —y, a la vez, conmovedor— en esta vigilia prolongada. Mientras la ciencia calcula probabilidades y emite pronósticos, la familia del príncipe calcula plegarias. Cada leve movimiento de su mano, cada giro imperceptible de su cabeza ha sido recibido como un milagro. Aunque los neurólogos insistan en que se trata de reflejos involuntarios, el corazón humano se aferra a donde la razón ya no alcanza.
Aquí aparece la gran antítesis de esta historia: entre el veredicto clínico de muerte cerebral y la esperanza religiosa de un despertar, no hay reconciliación posible. Solo la persistencia de lo que podríamos llamar amor ciego… o devoción insomne.

¿Vida, resistencia o símbolo?
A los ojos de muchos, Al-Waleed ya no está. Pero para miles de sauditas —y para su familia en particular—, su figura se ha transformado en símbolo: de fe, de constancia, de lucha contra lo inevitable. Cada año, en su cumpleaños, las redes sociales se llenan de súplicas, homenajes, imágenes. El cuerpo inmóvil se volvió altar.
Mientras tanto, la medicina moderna asiste impotente. Porque este no es un caso que pueda resolverse con bisturí ni con estadísticas. Es una pregunta abierta: ¿cuánto vale una vida que ya no vive, pero que aún no muere?

La vigilia infinita
El Príncipe durmiente cumplió 36 años. Veinte de ellos en un sueño que no cesa. No se sabe si escucha. No se sabe si sueña. Lo que sí se sabe es que su historia ha roto el esquema clásico de la tragedia: aquí no hay clímax ni catarsis, solo una larga pausa.
Y tal vez esa sea la enseñanza más punzante: que en una era obsesionada con la velocidad y los finales, aún existan existencias detenidas, profundamente humanas, que nos obligan a mirar el abismo entre lo que entendemos como vida… y lo que simplemente persiste.