Felipe Pollitzer, un joven porteño de 24 años, emprendió uno de los viajes más insólitos de su vida al visitar Tuvalu, una nación en el Pacífico Sur reconocida como el país menos visitado del mundo. Este destino, un pequeño archipiélago que abarca apenas 16 kilómetros cuadrados, llamó su atención por dos razones: su aislamiento extremo y su precaria situación ante el cambio climático, con predicciones alarmantes que apuntan a que podría desaparecer bajo el océano en las próximas décadas. Para Felipe, esta visita se convirtió en una experiencia tanto cultural como emocional, cargada de sorpresas y encuentros inesperados que nunca imaginó.

El desafío de llegar a un país casi desconocido
La primera vez que Felipe oyó hablar de Tuvalu fue en un video de YouTube en 2019. Las imágenes de este rincón remoto y la información sobre su vulnerabilidad frente al cambio climático encendieron una chispa de curiosidad en él. “Desde ese momento, me quedó fijo en la cabeza. No sé si como un desafío o un capricho, pero era uno de esos que no se olvidan”, comentó Felipe. Instalado en Nueva Zelanda por motivos laborales, vio la oportunidad de cumplir su sueño y se embarcó en la travesía hacia este país, haciendo una escala previa en Fiji antes de llegar a Funafuti, la capital de Tuvalu, el pasado 6 de junio.
Una llegada que sorprende: el avión como espectáculo público
La llegada de Felipe a Funafuti no fue una experiencia típica de aeropuerto. A diferencia de las terminales impersonales de las grandes ciudades, aquí, el aterrizaje se convirtió en una especie de celebración local. Los niños locales, con una mezcla de asombro y entusiasmo, lo recibieron entre aplausos y saludos junto a la pista de aterrizaje. En Tuvalu, donde solo se reciben entre tres y cuatro vuelos a la semana, el arribo de una aeronave representa una especie de “evento social.” Felipe recordó: “Era como si el país entero estuviera ahí, dándome la bienvenida. No había experimentado algo así antes.”
La pista de aterrizaje, tan escasa de uso, es reutilizada como un espacio público en las horas en las que no hay vuelos programados. Los locales la aprovechan como una especie de parque recreativo, donde montan redes de vóley, colocan arcos de fútbol y niños andan en bicicleta. “Es sorprendente ver cómo una infraestructura que en otros lugares es solo de tránsito aquí se convierte en el corazón de la vida social,” agregó Felipe.

Cuatro días en Funafuti: sumergiéndose en la simpleza de Tuvalu
Durante sus cuatro días en Funafuti, Felipe tuvo la oportunidad de observar de cerca cómo los habitantes de Tuvalu viven en un equilibrio frágil y constante con la naturaleza. La estrecha franja de tierra de la isla, donde el océano y la laguna se encuentran a solo unos metros de distancia, le brindó una perspectiva real sobre la vulnerabilidad de este lugar ante las amenazas ambientales. “Estar allí, parado entre el mar y la laguna, me hizo sentir lo efímero de esta isla. Podría desaparecer en cualquier momento”, expresó con cierta melancolía.
En Funafuti, la vida transcurre sin el ritmo frenético que domina en las ciudades modernas. Felipe encontró un lugar donde la rutina es mínima y el ocio, un valor cultural. Durante sus paseos, fue recibido en hogares de locales que le contaron sobre su estilo de vida: una mezcla de trabajo moderado y tiempo dedicado a la familia y a la contemplación. Un residente le explicó que trabajan apenas unas pocas horas al día y luego dedican el resto del tiempo a disfrutar de la vida en comunidad. “Aquí nos basta con mirar el mar y compartir momentos simples,” le comentó un habitante.
Un país sin prisa: ni turistas, ni formalidades
La ausencia de turismo masivo se hace evidente en cada rincón de Tuvalu, donde Felipe notó que su presencia generaba miradas curiosas, especialmente entre los niños. La tranquilidad y la confianza predominan, al punto de que el sistema de migraciones es prácticamente inexistente. “En el aeropuerto, me entregaron un formulario escrito a mano y con una sonrisa. No había controles rigurosos ni oficialismo”, relató. La falta de estructura y la informalidad del lugar hicieron que Felipe se sintiera parte de un ambiente más cercano y relajado.

Con frecuencia, sus paseos solitarios lo llevaban a playas desiertas, un escenario casi inusual para él. A pesar de que Felipe se adentraba en el mar y aprovechaba la tranquilidad de las aguas, los habitantes locales, en su mayoría, evitaban el océano y preferían disfrutar de una piscina improvisada en un container metálico. “Era la simpleza hecha felicidad; los niños no necesitaban más que agua y un espacio reducido para divertirse. Fue un recordatorio de lo sencillo que puede ser vivir con poco,” describió.
La amenaza constante del océano y la resiliencia de los habitantes
La proximidad del océano es tanto una bendición como una amenaza constante en Funafuti. Durante su estadía, Felipe notó la presencia de sacos de arena y muros de contención a lo largo de la costa, una medida de protección que, aunque rudimentaria, representa el esfuerzo de los tuvaluanos para resistir a las crecientes aguas. “Ves que luchan cada día para mantener su tierra a salvo del océano, pero saben que cada vez es más difícil,” observó. Este aspecto, además, conectó emocionalmente a Felipe con su propio proyecto literario sobre ciencia ficción y cambio climático, donde planea retratar la resistencia de comunidades similares.

La vida en Funafuti: una pausa en el tiempo
Felipe descubrió que en Funafuti, cada día transcurre como si fuera una pausa de lo cotidiano, en una atmósfera que él define como “detenida en el tiempo.” En la isla, no existen los bares o las heladerías, y los hoteles son austeros, sin comodidades ni lujos. “La vida aquí es lo que ves: simple, sin adornos,” resumió. A lo largo de sus días en la isla, fue consciente de cómo en Tuvalu el reloj parece detenerse, una sensación acentuada por la calma de sus habitantes y la inmensidad del océano que rodea este territorio aislado.
En sus conversaciones con los locales, se dio cuenta de que, pese a su situación vulnerable, las personas no parecen apresurarse por cambiar su destino. La mayoría vive al día, en armonía con el medio ambiente y en una paz que, para alguien de la ciudad, resulta desconcertante. Para Felipe, esta experiencia no solo representa un viaje hacia un país poco conocido, sino también una reflexión sobre la necesidad de desacelerar y disfrutar de la vida en su estado más puro.
Una despedida que marca: el legado de Tuvalu en su vida
Cuando el momento de partir llegó, Felipe sintió que dejaba algo más que una isla en el Pacífico. La imagen de los niños aplaudiendo y de las familias que lo recibieron con amabilidad quedó grabada en su memoria, llevándolo a reflexionar sobre el valor de lo sencillo y el poder de las experiencias humanas por sobre cualquier destino turístico tradicional.

Felipe volvió a Nueva Zelanda con la promesa de contar su vivencia en Tuvalu, no solo como un destino, sino como un símbolo de lucha y resiliencia ante un mundo en constante cambio. Desde entonces, su objetivo se mantiene firme: compartir la historia de esta isla que, con o sin turistas, continúa en pie, desafiando al tiempo y al océano.